sábado, 4 de julio de 2009

Y el motivo de la urgencia:



Antonio Doña, en su jubilación


Antonio. Sí. Sí. Fofú, fúe, fooo-fuu, fue, sí. O sea (sin mirar el texto), Antonio fue fundador de Alfagua… No. De Elfera. Élfera. Él fuera. ¡Él fuera! (señalando a alguien para que se vaya) No, a ver. Élfira. Éfira. Fue fundador de Éfira. (mirar los folios, por si hubiera algún error). Antonio, sí, sí, foofué; Antonio sí fue fundador de Éfira. Hijo de Manolo… Hijo de E-o-lolo. ¡Hijo de Eolo! (Sólo moviendo de labios, “hijo de p…”) ¡Y es un oso!

(A los asistentes cercanos, bajito) Voy a empezar de nuevo.

Antonio, sí, sí… Un momento. Antonio, ¡dos puntos!

Antonio (movimiento de labios: “dos puntos”):

Sí-sí. Fue. Sísifo. Sísifo fue. Antonio (labios: “dos puntos”): Sísifo fue fundador de Éfira, hijo de Eolo, es famOSO por la condena que le impusieron los dioses: fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada. Y siempre, antes de alcanzar la cima, la piedra rodaba colina abajo y tenía que empezar de nuevo desde el principio. Así, eternamente, una y otra vez.

Valga el símil –y el guiño luthierano, Antonio– para considerar el trabajo de las personas como una tarea ardua que cada día hay que retomar. Y más en nuestro oficio, donde cada nuevo curso volvemos a enseñar las mismas cosas inexorablemente aherrojadas al calendario. Por suerte, en nuestros tiempos, el “castigo” no es eterno y existe un invento maravilloso que nos permite desvincularnos: ¡las vacacio…!; nooo: la jubilación.

Antes de seguir tengo que aclarar inmediatamente que para ti la enseñanza nunca fue un castigo, más bien al contrario. Recuerdo muchas conversaciones acerca de los inconvenientes de nuestro trabajo que solías rematar con un “no podemos quejarnos en absoluto”. Y así es. Así fue siempre para ti nuestro oficio: un privilegio. Te sentías –y nos hacías sentir– privilegiado en un pueblo donde en otros tiempos fue tan duro ganarse la vida. “Hay que decir y reiterar a viva voz, cuantas veces sea necesario, –escribió un yunquerano ilustre– los ímprobos esfuerzos que hacían nuestros congéneres para ganarse el condumio diario: unas veces, las principales, segando habas, lino, cebada y trigo; en otras ocasiones, sarmentando con heladas en los inmensos viñedos de Jerez de la Frontera, o arrancando de cuajo palmerales desproporcionados nacidos en terrenos yermos; manejando, desde que apuntaba el sol hasta que se ponía, azadones de cinco kilos con los que extraían trabajosamente los arbustos incrustados en ásperas y escabrosas extensiones”. Esto que escribió D. Francisco Doña, tu padre, que en paz descanse, y que tú interiorizaste, explica la manera optimista y agradecida con que empujabas la piedra de Sísifo ladera arriba, sin una queja.

Si no tenías vocación lo disimulaste muy bien, pues siempre has derrochado ilusión y amor por la enseñanza. Y en este momento me vas a permitir, Antonio, que te llame de usted. Porque ahora voy a hablar de respeto. Respeto con el que usted ha tratado a compañeros y alumnos.

Respeto que, a su vez, ha recibido de sus alumnos, no en vano para ellos usted ha sido, es y será, Don Antonio. Distancia voluntaria –y necesaria– que usted ha sabido administrar mejor que nadie, en una lúcida interpretación de cómo deben ser las relaciones entre alumnos y profesores. Cada cual tiene su estilo y su librillo; no me atrevería a decir que uno es mejor que otro, pero el suyo, D. Antonio, ha demostrado ser válido, práctico y eficaz. Pero además del respeto, se ha ganado usted el cariño de sus alumnos. Nunca olvidaré cuánto le echaron de menos durante el largo período que estuvo usted de baja a causa de los problemas de riñón, las cartas que le escribían, el aprecio que le tenían. Esto ha sido siempre una constante. Siempre que he preguntado en mis tutorías, la suya ha sido una de las asignaturas mejor valoradas. Las muestras de afecto que le han demostrado estos días previos a su jubilación me han emocionado hasta a mí. Ha sido impresionante. Ha dejado huella, maestro. Pero MAESTRO con mayúsculas, en el sentido que usted y yo le damos al término.

Suya es una imagen que se me quedó grabada y me hizo replantearme algunas actitudes desde el otro lado del aula. Me dijo que metemos a unos críos en una habitación a las ocho de la mañana y los devolvemos a la hora de comer, tras haber pasado seis horas encerrados con distintos profesores, cada uno con sus manías, problemas y agobios particulares. Y suya es la insistencia en las sesiones de evaluación, para ver si algunas décimas más pueden mejorar las notas de los alumnos. Suya la concreción de unos datos de evaluación, casi siempre asépticos, en personas concretas con sus circunstancias personales. Lo dicho, un maestro, Don Antonio.

Si en sus alumnos ha dejado huella, no digamos en el Instituto, entre sus compañeros. Pepe, usted y yo –más algunos que no están aquí–, fuimos cofundadores –nos lo recordó en la cena del jueves– de Éfira. Ehhhlvira, elfuara. ¡Alfaguara, leñe! Pero usted no sólo fue fundador, también le dio el nombre, propuesto en un Consejo Escolar y aceptado unánimemente por sus miembros. Por los miembros del Consejo Escolar, quiero decir. Y, más aún, me atrevería a decir que sin su empeño personal, el IES Alfaguara es probable que no hubiera existido nunca. Y que sin su dedicación a lo largo de estos años, tal vez no sería lo que es ahora.

Ha aportado implicación, trabajo, sentido común. Se puede llegar a creer que el sentido común es facultad asequible, común. No es cierto. El sentido común se sustenta en un sustrato básico de cultura, reflexión, lucidez. El sentido común en el Instituto, Don Antonio, ha estado personificado en usted, demostrando con su excelentísima formación humanística y su irrenunciable inquietud cultural que la inteligencia no está reñida con la práctica docente, sino que la enriquece y dignifica. Y ahora que lo pienso, tal vez esta jubilación anticipada sea otro signo de su lúcida visión de las cosas, pues nos deja –gozosamente fugitivo– en el momento en que la burocracia, el papeleo y los palos de ciego en la enseñanza, están empezando a consumir buena parte de nuestros esfuerzos en detrimento de lo que de verdad importa.

Para los compañeros ha sido, y es, un referente, un modelo, inspiración. Ha estado disponible siempre que lo hemos necesitado. A mí me ha aconsejado –muy bien, por cierto– tanto en lo profesional como en lo personal. Ha sido incluso mi corrector de estilo... No debería entrar en lo personal, porque este discurso no pretende serlo. Pero en este momento voy a descabalgar del usted y del don porque voy a decir un par de cosas para las que sobra cualquier distancia protocolaria.

No sé si te acordarás. Una vez tu mujer me dijo en un Claustro que te iba a provocar un infarto. Eran tiempos difíciles para nuestra relación. Las circunstancias nos llevaron a posturas encontradas y quién sabe si enconadas. Sucede en las mejores familias. Lo superamos. Yo creo que, en esencia, porque siempre conservamos, por encima de las diferencias, el respeto imprescindible. Y de un infarto a otro: el que yo creí estar padeciendo, hace ya unos cuantos años, al salir de una clase. Nunca olvidaré, Antonio, que fuiste el único que me vio entrar en la Sala de Profesores e inmediatamente supiste que algo no iba bien. El que dejó todo lo demás para acompañarme primero al Centro de Salud de Yunquera y luego al de Alozaina, animándome, bromeando, arropándome, derrochando humanidad. Tiene mérito porque –esto sí lo recordarás– cuando le dije a otra compañera que iba al médico porque me encontraba mal, ella me preguntó si íbamos a tener la reunión de tutoría o qué. Yo le dije que mejor esperase a ver si estaba teniendo un infarto o era una falsa alarma. Por fortuna no fue nada, un pequeño susto sin importancia. Pero ahí estabas tú, como tantas otras veces. ¿Lo que va de un infarto a otro? La misma distancia que hay entre el respeto que siempre te tuve y el afecto y la amistad que ha ido creciendo en todos estos años.

Eres un gran hombre, Antonio. Además de un compañero excepcional.

Retomando el mito de Sísifo, llevaste la piedra hasta la cima dignamente, vocacionalmente; tantas veces como fue requerido. Hemos hablado varias veces de un libro que me marcó en mi juventud: “Los pasos perdidos”, de Alejo Carpentier. En él, el protagonista trata de escapar de un mundo en el que sus pasos y su tiempo están controlados por otros, donde no es él quien decide el rumbo ni el momento. Para ti eso se acabó. Mejor lo expresa el periodista y catedrático Enrique de Aguinaga cuando escribe que “la jubilación nos conduce a la idea de señorío. ¿Por qué no insistir, antes que en otras, en esta idea que nos hace señores? ¿Señores de qué? Señores de nosotros mismos. Nada más y nada menos, porque el perfecto jubilado es, sobre todo, un hombre libre. Cuando menos, más libre que lo era antes, dependiente de tantos respetos humanos, de tantas conveniencias, de tantas precauciones, de tantas subordinaciones.”

Has cargado la enorme piedra por última vez, Antonio. Ya no tienes que volver a empujarla, empezar un nuevo curso. No tienes que bajar siquiera a poner los exámenes de septiembre, aunque Pepe –cándido en el fondo– te lo haya pedido, no sabemos si conociendo a priori el riesgo que corría al hacerlo. Has llegado a esta cima y ya no estás dispuesto a volver atrás. Puedes asomarte a la ventanilla y contemplar con orgullo tus pasos, el trabajo bien hecho. Ahí están los rostros de tantos alumnos y tantos compañeros agradecidos. Y poner rumbo a la libertad. Con júbilo. Júbilo de jubilación. Sabes que etimológicamente el término procede del latín “jubilare”: lanzar gritos de alegría. Siendo sinceros, espero que no grites aún, que tengas la decencia de esperar a que nos hayamos ido, más que nada por la cochina envidia. Que seas feliz y sepas exprimir al máximo esta libertad conquistada y merecida.

Sólo me queda matizar algunas palabras de tu discurso del jueves. Contaste la anécdota de cuando, viendo tu estado de casi ajenidad aquella tarde, yo dije que tú secundarías una propuesta si aún estuvieras en el Instituto… Sabes, o debes saber, que es incierto, que tú estarás siempre en el instituto, no sólo retratado en las fotos de los claustros que cuelgan en la Sala de Profesores –siempre en primera fila, a la derecha; incluso en las fotos de la mili–, sino en nuestro recuerdo y en nuestro corazón. En la voz y en la memoria de tantos alumnos que han tenido la fortuna de tenerte como maestro y que llevarán, no te quepa ninguna duda, tu carga de palabras hacia puertos e islas distantes.

Ha sido un honor, un placer y un privilegio, MAESTRO.


Manuel Podadera Marín
Yunquera, 28 de junio de 2009




Vídeo-homenaje 1 de 3


Vídeo-homenaje 2 de 3


Vídeo-homenaje 3 de 3

Saludos

Urgencia.

Ése es el motivo. Urgencia por compartir fragmentos de vida fosilizados. Y de ahí la parquedad. Otro día explicaré, tal vez, lo de la charca y el sapo...

A todo esto, un saludo.

Bienvenidos.